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CAMBIAR SU MANERA DE VER AL MESÍAS. REFLEXION DOMINICAL. MONS. JOSE LUIS CANTO SOSA

DIÓCESIS DE SAN ANDRÉS TUXTLA

S. I. CATEDRAL DE SAN JOSÉ Y SAN ANDRÉS APÓSTOL

SAN ANDRÉS TUXTLA, VERACRUZ

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO B

15 DE SEPTIEMBRE DE 2024

HOMILÍA

+MONS JOSÉ LUIS CANTO SOSA

Primera Lectura. Del Libro del Profeta Isaías 50, 5-9ª: Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban.

Salmo Responsorial. Del Salmo 114, 1-2. 3-4. 5-6 .8-9: Caminaré en la presencia del Señor.

Segunda Lectura. De la Carta del Apóstol Santiago 2, 14-18: La fe, si no se traduce en obras, está completamente muerta.

Aclamación antes del Evangelio. Gal 6, 14: No permita Dios que yo me gloríe en algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo.

Evangelio. Del Santo Evangelio según San Marcos 8, 27-35: Dijo Pedro: "Tú eres el Mesías". Es necesario que el Hijo del hombre padezca mucho.

Queridos hermanos y queridas hermanas:

Hoy Domingo XXIV del T.O. C.B, según el Evangelio de San Marcos (Mc 8. 27-35) Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo pregunta a los Apóstoles sobre lo que piensa la gente sobre su identidad. ¿Quién es Jesús? Los discípulos habían recogido algunas de las opiniones más comunes: “Algunos dicen que tú eres Juan Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los profetas” (Mc 8, 28).

Los grandes milagros que realizaba el Señor hacían pensar al común de la gente que se trataba de “un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo” (Lc 24, 19). Sin embargo, hay confusión en cuanto a su identidad, y al tratar de precisar quién es se equivocan completamente.

El Señor pregunta entonces a quienes lo conocen de cerca, a sus Apóstoles: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”. Pedro, en nombre de todos, responde: “Tú eres el Mesías” (Mc 8, 29), es decir, aquel Ungido por excelencia que Dios había prometido a su pueblo Israel, el descendiente de David, esperado por siglos, que vendría a restaurar el reinado definitivo de Dios en la tierra.

Admitida la respuesta como acertada, el Jesús pide a los Apóstoles a guardar su identidad en el más absoluto secreto. ¿Por qué? Porque si bien es cierto que Él era el Mesías, no se trataba de un Mesías político nacionalista que los judíos y también ellos, los Apóstoles, se habían imaginado y esperaban. Hacer público este anuncio sólo habría entorpecido la misión de Jesús. Por tanto, antes de proclamar públicamente que Él era el Mesías, debía corregir la idea equivocada que del Mesías se habían hecho todos, debía instruirlos para que pudiesen despojarse de su idea profundamente enraizada sobre aquel Mesías poderoso y triunfante para reemplazarla por el Mesías humilde, que más bien se identificaba con el Siervo sufriente de Dios anunciado por el Profeta Isaías (Is 50, 5-9ª) y que hoy la Liturgia nos lo propone a nuestra reflexión en la Primera Lectura. Así, pues, una vez que Jesús confirma que Él es el Mesías, empieza a enseñarles que tendrá que padecer mucho, ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.

Ante este inesperado y sorpresivo anuncio Pedro, llevándoselo a un lado, se puso a querer hacer que cambiara su manera de presentar al Mesías. También Pedro pensaba como todos los judíos de su tiempo: el Mesías traerá consigo la victoria política y la gloria para su pueblo. Entonces ¿cómo puede ahora Jesús decir que va a morir en manos de los dirigentes religiosos de su mismo pueblo, si Dios está con Él? ¡Eso no le puede suceder a Él! ¿Por qué anuncia tal cosa? Pedro, desconcertado, se cree con el deber de reprochar semejante disparate, y así lo hace discretamente, llevando a Jesús aparte.

El Señor, en respuesta, lo llama Satanás, el gran enemigo de Dios y de su Mesías. El término Satanás proviene del término bíblico hebreo “satán” que significa “enemigo”, “opositor”, “adversario”. Pedro, al censurar al Señor y mostrarse contrario a la realización de semejante anuncio, se convierte en portavoz y colaborador de Satanás, se convierte él mismo en adversario y enemigo de Dios, opositor a sus designios reconciliadores. En respuesta merece el más enérgico rechazo y corrección por parte del Señor, que en frente de todos le advierte que, en vez de constituirse en obstáculo en su camino, debe ponerse detrás de Él como su seguidor. Esta última enseñanza es para todos, por eso llama también a la gente y a sus discípulos para presentarles las exigencias del discipulado: quien quiera ser su seguidor debe renunciar a sí mismo, cargar su cruz y andar detrás de Él. La imagen de cargar la cruz evocaba en sus oyentes una escena habitual: la de los condenados y sentenciados a morir por crucifixión. Era el método preferido que aplicaban los romanos para ejecutar la pena de muerte. Sin duda los judíos veían desfilar cortejos como éste con cierta frecuencia, filas más o menos largas de hombres que marchaban a su propia muerte cargando sobre sí sus propios instrumentos de tortura y ejecución. El discípulo de Cristo debía considerarse no un hombre destinado a la gloria humana y mundana, sino un condenado a muerte, un hombre que con su propia cruz a cuestas va siguiendo a Cristo que va a la cabeza de nuestra peregrinación terrena hacia la eterna.

Queridos hermanos y queridas hermanas: En nuestra sociedad occidental se ha puesto muy de moda todo lo que es “light”. Se producen y ofrecen productos o servicios que brindan una cada vez mayor comodidad, diversión, entretenimiento, placer. Los admirables avances tecnológicos han liberado poco a poco al ser humano de muchos esfuerzos y sacrificios, haciendo todo más fácil, más cómodo y menos doloroso, para quienes tienen acceso a ellos, claro está. La “cruz”, en cambio, se rechaza cada vez más: «la corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado… pensando que la Cruz no puede abrir ni perspectivas ni esperanzas» (S.S. Juan Pablo II). ¡Cuántas veces, influidos por esta mentalidad, nos tornamos evasivos al sacrificio personal, a la entrega generosa, a la renuncia costosa con la mirada puesta en un bien mayor, cuando es arduo y difícil de conquistar!

Pero, ¿puede haber acaso existir un cristianismo sin cruz? ¿Puede uno ser discípulo de Cristo sin cargar su propia cruz, es decir, sin asumir las exigencias radicales de la vida cristiana, sin asumir la muerte personal como camino a la plenitud y gloria? Dice Jesús en el Evangelio según San Marcos: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 34). Al pensar en la cruz como signo de dolor, de sufrimiento y de muerte, podemos preguntarnos: ¿quién de nosotros, de una o de otra forma, no experimenta diariamente la lacerante realidad de la cruz? La cruz no es algo extraño a la vida del hombre o mujer, de cualquier edad, época, pueblo o condición social. Toda persona, de diferentes modos, encuentra la cruz en su camino, es tocada y, hasta en cierto modo, es marcada profundamente por ella. “Sí, la cruz está inscrita en la vida del hombre. Querer excluirla de la propia existencia es como querer ignorar la realidad de la condición humana. ¡Es así! Hemos sido creados para la vida y, sin embargo, no podemos eliminar de nuestra historia personal el sufrimiento y la prueba” (S.S. Juan Pablo II).

Experimentamos la cruz cuando en la familia en vez de la armonía y el mutuo amor reina la incomprensión o la mutua agresión, cuando recibimos palabras hirientes de nuestros seres queridos, cuando la infidelidad destruye un hogar, cuando experimentamos la traición de quienes amamos, cuando somos víctimas de una injusticia, cuando el mal nos golpea de una u otra forma, cuando aumentan las dificultades en el estudio, cuando fracasa un proyecto o un apostolado no resulta, cuando resulta casi imposible encontrar un puesto de trabajo, cuando falta el dinero necesario para el sostenimiento de la familia, cuando aparece una enfermedad larga o incurable, cuando repentinamente la muerte nos arrebata a un ser querido, cuando nos vemos sumergidos en el vacío y la soledad, cuando cometemos un mal que luego no podemos perdonarnos… ¡Cuántas y qué variadas son las ocasiones que nos hacen experimentar el peso de la cruz en nuestra vida!

Muchas veces nuestra primera reacción ante la cruz es querer huir, es no querer asumirla, porque nos cuesta, porque no queremos sufrir, porque nos rebelamos ante el dolor, porque tememos morir. Fugamos de muchos modos, a veces al punto de refugiamos en el alcohol, la droga, los placeres ilícitos, el juego, la pornografía, etc. Estos “refugios” nos ofrecen mitigar el dolor o cancelarlo, pero como sólo lo hacen de momento, requieren de nuevas “dosis”, cada vez más fuertes, que terminan sujetándonos a una dura esclavitud que lleva a nuestra lenta pero inexorable destrucción. Lo cierto es que, sin Cristo, todo sufrimiento carece de sentido, se torna estéril, absurdo, aplasta, hunde en la amargura, no tiene solución. De allí que tantos no busquen sino evadirlo. En cambio, quien mira a Cristo en la Cruz, quien entiende que por su pasión Él nos estaba reconciliando, experimenta cómo su propio sufrimiento, cuando se asocia a la Cruz del Señor, adquiere un sentido tremendo, se transforma en un dolor fecundo, salvífico, en fuente de innumerables bendiciones para sí mismo y muchos otros.


La actitud adecuada ante la cruz es asumirla con valor, buscando en el Señor Jesús la fuerza necesaria para llevarla con dignidad. En los momentos de dolor y sufrimiento pidamos intensamente a Dios la gracia para aprender a vivir la mortificación, virtud entendida como un aprender a sufrir pacientemente, sobre todo ante hechos y eventos que escapan al propio control, y un ir adhiriendo explícitamente los propios sufrimientos y contrariedades, todo aquello penoso o molesto para nuestra naturaleza o mortificante para nuestro amor propio al misterio del sufrimiento de Cristo. Que la Palabra y la Eucaristía nos alimenten continuamente. Que la intercesión de Nuestra Señora del Carmen, San José y San Andrés Apóstol nos permita aceptar a Jesús como nuestro Maestro y Señor. Que así sea.

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