Con la fiesta del Bautismo del Señor, celebrada el lunes de la semana pasada, concluimos las celebraciones de Navidad e iniciamos el “Tiempo Ordinario”. En lo cotidiano de la vida, como su nombre lo indica, este tiempo es oportunidad para ir creciendo y fortaleciendo nuestra vida cristiana. El color litúrgico verde alude al crecimiento de los campos, árboles y plantas. A pesar de que en este Ciclo Litúrgico “A” nos acompañará el Evangelio según San Mateo, sin embargo, iniciamos escuchando el Evangelio de San Juan. El pasaje de hoy se relaciona con el bautismo de Jesús, que apenas celebramos. Es una especie de eslabón entre Navidad y Tiempo Ordinario. El Bautista da testimonio del Mesías, al que llama el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Afirma que Dios, quien lo envió a bautizar con agua, le dijo: “Aquel sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, ese es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo”. Esto es lo que Juan vio y testifica. Su testimonio parte del encuentro con el propio Jesús y aquí radica su veracidad. Por eso añade: “Lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.
Cinco siglos antes, el Señor habló a su “Siervo”, diciendo: “en ti manifestaré mi gloria”, y le confió una misión: “Es poco que seas mi siervo sólo para restablecer las tribus de Jacob y reunir a los sobrevivientes de Israel; te voy a convertir en luz de las naciones, para que mi salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra”.
Lo anunciado por Isaías alcanza su pleno cumplimiento cinco siglos después con el verdadero y auténtico “Siervo de Yahvé”, “Luz verdadera de las naciones”, en quien Dios manifiesta su gloria. Jesús es el Hijo amado del Padre, sobre quien vino y se posó el Espíritu Santo. Él es también la “Luz del mundo”, para que quien lo sigue “no camine en las tinieblas, sino que tenga la luz de la vida” (Jn 8,12) y quien crea en él “tenga vida eterna” (Jn 11,25).
Si aceptamos realmente a Cristo, la “Luz” verdadera, él no solo iluminará nuestra propia existencia, sino que también nosotros mismos nos convertiremos en “luz”, tal como él nos dice: “ustedes son la luz del mundo…” (Mt 5,14). Solo con Cristo podemos iluminar este mundo que se hunde en las tinieblas del pecado y de la muerte.
Otra imagen muy significativa usada por el Bautista es la del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. El “cordero” posee un valor muy alto en un pueblo de pastores (como los patriarcas, Moisés, David, Amós). Ovejas y corderos fueron siempre muy apreciados pues proporcionaban alimento y vestido. Desde antes de la construcción del templo de Jerusalén, los sacrificios de ovejas o corderos fueron muy estimados. El Génesis incluso remonta este aprecio hasta los inicios de la humanidad, en tiempos de Abel y Caín. El sacrificio más emblemático era el del cordero pascual (Ex 12,1-14), para conmemorar la liberación de Israel, de la esclavitud de Egipto. La sangre del cordero untada en las puertas fue el signo por el cual los primogénitos de los israelitas fueron salvados de la muerte. El Pueblo fue rescatado (redimido) de la esclavitud. Desde entonces comer el cordero en Pascua se convirtió una “memorial”, es decir, en actualización del rescate de la esclavitud.
La
pascua judía preparó la nueva y definitiva Pascua, en la que, el verdadero y genuino “Cordero de Dios”, inmolado en la cruz, rescata a su pueblo, ya no de la esclavitud de Egipto, sino del pecado, que conduce a la muerte en su sentido más absoluto. Por tanto, si los judíos celebran la pascua como una actualización de su liberación de la esclavitud egipcia, con cuánta mayor razón nosotros, el “pueblo santo de Dios”, como llama san Pablo a la comunidad cristiana de Corinto, conmemoramos la nueva y definitiva Pascua del Señor. Cada vez que celebramos la Eucaristía, actualizamos ese Misterio inagotable y nos hacemos contemporáneos con Cristo muerto y resucitado, que nos salva y nos lleva a la comunión con él y con el Padre.
Queridos hermanos y queridas hermanas:
Dejémonos iluminar por Cristo “Luz del mundo”, de modo que seamos resplandor de esa misma luz para nuestro mundo, sumergido en muchas oscuridades, lamentables expresiones del pecado del mundo. Que sepamos irradiar con su luz esta sociedad tan tristemente ensombrecida por odios, divisiones, violencia, crimen, guerras y tantas luchas fratricidas. Abramos la mente y el corazón para dar paso al “Cordero de Dios”, que con su muerte y resurrección ha quitado el pecado del mundo, nos ha rescatado de la esclavitud, nos ha dado la libertad de los hijos de Dios y nos llama a ser su pueblo santo.
Padre Dios que en Jesús verdadera “Luz del mundo” y auténtico “Cordero” inmolado por nosotros, nos has liberado del pecado y de la muerte, para participar de tu santidad, haz que por medio del encuentro con tu Hijo nuestras vidas sean transformadas y seamos resplandor de esa “Luz” en medio de muchas oscuridades. Amén.
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